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martes, 17 de diciembre de 2013

Érase una vez una isla






Erase una vez una isla, en la que vivían todos los sentimientos y valores: El buen humor, la tristeza, la sabiduría, incluso el amor. Un día se anunció que la isla estaba a punto por hundirse. Entonces todos se prepararon y partieron. Unicamente el Amor quedo esperando hasta el último momento. Cuando la isla estuvo a punto de hundirse, el amor decidió pedir ayuda: La Riqueza pasó cerca en una barca y el Amor le dijo: “Riqueza, ¿me puedes llevar contigo?” -“No puedo porque tengo muchos valores dentro de mi barca y no hay lugar para ti”. Luego, diviso al Orgullo y dijo: “Orgullo, ¿puedes llevarme contigo?” -“No puedo llevarte, aquí todo es perfecto, podrías arruinar mi barca” Entonces el Amor dijo: “Tristeza te lo pido, déjame ir contigo” -“Oh Amor”, respondió la Tristeza, “Estoy tan triste que necesito estar sola” De repente una voz dijo: “Ven Amor, te llevo conmigo”. Era un viejo. El Amor se sintió tan contento y lleno de gozo que se le olvidó de preguntar su nombre. Cuando llegó a tierra firme en donde también se encontraba el saber, el viejo siguió su camino. El Amor se dió cuenta de cuánto le debía y preguntó: “¿Puedes decirme quien me ayudó?”. Él me ayudó, él me salvó y yo ni siquiera sé quién es... La Sabiduría lo miró a los ojos un buen rato y dijo: -Él es el único capaz de conseguir que el Amor sobreviva cuando el dolor hace creer que es imposible seguir adelante. El único capaz de dar una oportunidad al Amor cuando parece extinguirse. El que te salvó, Amor, es el Tiempo. “¿El Tiempo?”. Se preguntó El Amor: “¿Porque será que el tiempo me ha ayudado?” Y la sabiduría respondió: “Porque solo El Tiempo es capaz de comprender cuán importante es el Amor en la vida.



sábado, 13 de marzo de 2010

desde un lugar distinto



¿Qué sentido tenía una vida que sólo se significaba a sí misma?
Ese día, más que otros, esos pensamientos lo abrumaron.
Quizás debía irse. Partir. Dejar lo que tenía en manos de los otros. repartir lo cosechado y dejarlo de legado para, aunque sea en ausencia, ser en los demás un buen recuerdo. En otro país, en otro pueblo, en otro lugar, con otra gente, podría empezar de nuevo. Una vida diferente, una vida de servicio a los demás, una vida solitaria. Debía tomarse el tiempo de reflexionar sobre su presente y sobre su futuro. Martín puso muchas cosas en su mochila y partió en dirección al monte. Le habían contado del silencio de la cima y de cómo la vista del valle fértil ayudaba a poner en orden los pensamientos de quien hasta allí llegaba.
En el punto más alto del monte giró para mirar su ciudad quizás por última vez. atardecía y el poblado se veía hermoso desde allí -Por un peso te alquilo el catalejo. Era la voz de un viejo que apareció desde la nada con un pequeño telescopio plegable entre sus manos y que ahora le ofrecía con una mano mientras con la otra tendida hacia arriba reclamaba su moneda. Martín encontró en su bolsillo la moneda buscada y se la dio al viejo que desplegó su catalejo y se lo alcanzó.
Después de un rato de mirar consiguió ubicar su barrio, la plaza y hasta la escuela frente a ella. Algo llamó su atención. Un punto dorado brillaba intensamente en el patio del antiguo edificio. Martín separó sus ojos del lente, parpadeó algunas veces y volvió a mirar. El punto dorado seguía allí. - Qué raro –exclamó Martín sin darse cuenta que hablaba en voz alta -¿ Qué es raro? -preguntó el viejo - El punto brillante -dijo Martín- ahí en el patio de la escuela -siguió, alcanzándole al viejo el telescopio para que viera lo que él veía. - Son huellas -dijo el anciano. -¿Qué huellas? -preguntó Martín - Te acordás de aquél día...debías tener siete años, tu amigo de la infancia, Javier, lloraba desconsolado en ese patio de la escuela. Su madre le había dado unas monedas para comprar un lápiz para el primer día de clases. Él había perdido el dinero y lloraba a mares -contestó el viejo. Y después de una pausa siguió: ¿Te acordás de lo que hiciste? tenías un lápiz nuevito que estrenarías ese día. Te arrimaste al portón de entrada y cortaste en lápiz en dos partes iguales, sacaste punta a la mitad cortada y le diste el nuevo lápiz a Javier. - No me acordaba -dijo Martín-.

Pero eso ¿qué tiene que ver con el punto brillante? – Javier nunca olvidó ese gesto y ese recuerdo se volvió importante en su vida. - ¿Y? - Hay acciones en la vida de uno que dejan huellas en la vida de otros -explicó el viejo-, las acciones que contribuyen al desarrollo de los demás quedan marcadas como huellas doradas... Volvió a mirar por el telescopio y vio otro punto brillante en la vereda a la salida del colegio. - ese es el día que saliste a defender a Pancho, ¿te acordás? Volviste a casa con ojo morado y un bolsillo del guardapolvos arrancado Martín miraba la ciudad. - Ese que está ahí en el centro -siguió el viejo-es el trabajo que le conseguiste a Don Pedro cuando lo despidieron de la fábrica ... y el otro, el de la derecha, es la huella de aquella vez que juntaste el dinero que hacía falta para la operación del hijo de Ramírez...las huellas esas que salen a la izquierda son de cuando volviste del viaje porque la madre de tu amigo Juan había muerto y quisiste estar con él.
Apartó la vista del telescopio y sin necesidad de él empezó a ver cómo miles de puntos dorados aparecían desparramados por toda la ciudad. Al terminar de ocultarse el sol, todo el pueblo parecía iluminado por sus huellas doradas. Martín sintió que podía regresar sereno a su casa.
Su vida comenzaba, de nuevo, desde un lugar distinto.

viernes, 22 de enero de 2010

recursos internos



En el fondo de mi casa hay un cuarto de herramientas. Tengo allí todas las herramientas que podría necesitar para las tareas con las que me enfrento a diario.
¡Es increíble! Hubo una época de mi vida en la que todavía no había descubierto la existencia de este cuarto del fondo. Yo creía que en mi casa simplemente no había un lugar para las herramientas. Cada vez que necesitaba hacer algo tenía que pedir ayuda a alguien o pedir prestada la herramienta necesaria. Me acuerdo perfectamente el día del descubrimiento:
Yo venía pensando que debía tener siempre a mano las herramientas que más usaba y estaba dispuesto a hacerme de ellas, pero me quedé pensando que antes debía encontrarles un lugar en mi casa para poder guardarlas. Recordaba con nostalgia el cuartito de chapa del fondo de la casa de mi abuelo Mauricio y tenía muy presente mi inquietud de aquel día en que llegué a casa con MI primera herramienta. Me desesperaba pensar que se me podía perder si no le encontraba un lugar. Al final, por supuesto, la había apoyado en un estante cualquiera y todavía recuerdo en los puños la bronca de no encontrarla cuando la necesitaba y tener que ir a buscarla a las casas de otros como si no la tuviera.

Así fue que salí al fondo pensando en construir un cuartito pequeño en el rincón izquierdo del jardín. Qué sorpresa fue encontrarme allí mismo, en el lugar donde yo creía que debía estar mi cuarto de herramientas, con una construcción bastante más grande que la que yo pensaba construir. Un cuarto que después descubrí, estaba lleno de herramientas.
Ese cuarto del fondo siempre había estado en ese lugar y, de hecho, sin saber cómo, mis herramientas perdidas estaban ahí perfectamente ordenadas al lado de otras extrañas que ni sabía para qué servían y algunas más que había visto usar a otros pero que nunca había aprendido a manejar.
No sabía todavía lo que fui descubriendo con el tiempo, que en mi cuarto del fondo están TODAS las herramientas, que todas están diseñadas como por arte de magia para el tamaño de mis manos y que todas las casas tienen un cuarto similar.
Claro, nadie puede saber que cuenta con este recurso si ni siquiera se enteró de que tiene el cuartito; nadie puede usar efectivamente las herramientas más sofisticadas si nunca se dio el tiempo para aprender a manejarlas; nadie puede saberse afortunado por este regalo mágico si prefiere vivir pidiéndole al vecino sus herramientas o disfruta de llorar lo que dice que a su casa le falta.
Desde el día del descubrimiento no he dejado de pedir ayuda cada vez que la necesité, pero la ayuda recibida siempre terminó siendo el medio necesario para que, más tarde o más temprano, me sorprendiera encontrando en el fondo mi propia herramienta y aprendiera del otro a usarla con habilidad.

Los recursos internos son herramientas comunes a todos, no hay nadie que no los tenga.
Uno puede saber o no saber que los tiene, uno puede haber aprendido a usarlos o no.
Podrás tener algunas herramientas en mejor estado que otros, que a su vez te aventajarán en otros recursos. Pero todos tenemos ese “cuartito de herramientas” repleto de recursos, suficientes, digo yo, si nos animamos a explorarlo...

La seducción, por ejemplo, es un recurso prioritario e importante, una herramienta que mucha gente cree que no tiene. Y yo digo: “No buscó bien”. En la relación con los otros, si uno no puede hacer uso de este recurso, de verdad, le va mal. Alguien que no puede hacer uso ni siquiera mínimamente de su seducción, no sólo no puede conseguir una pareja, tampoco podrá lograr un crédito en un banco o un descuento en una compra.
Seducir no es “levantarse” a alguien, seducir tiene que ver con generar confianza, simpatía, con generar una corriente afectiva entre dos personas. Seducir tiene que ver con la afectividad de todas las relaciones interpersonales. Muchos piensan que la seducción es un don natural, y en parte es cierto, pero también es un don universal y entrenable.

Autoconciencia y darse cuenta
El camino del crecimiento personal empieza por el autoconocimiento, y éste por la autoconciencia, que es también el primero y el principal de los recursos internos.
Cuanto más hábil sea yo en el uso de esta herramienta, más rápido avanzaré por el camino y más efectivo será mi accionar.
Pero uno va aprendiendo que hay herramientas que se combinan, recursos que se suman y optimizan. El ser consciente de mí hay que relacionarlo con la capacidad de darse cuenta del afuera. Es decir, si yo no puedo darme cuenta de lo que está pasando, no puedo hacer ninguna evaluación, no puedo razonar, no puedo hacer ningún pronóstico, no puedo elaborar la acción que a mí me conviene realizar.

Cuentan que había un papá que tenía un hijo que era un poco tonto. Llama al hijo y le dice:
—¡Vení para acá! ¡Andá hasta el almacén y fijate si yo estoy ahí!
—Sí, papá —dice el nene.
El padre le comenta a su amigo:
—¿Te das cuenta? Es tan tonto que no ve que si estoy acá no puedo estar allá.
Entretanto, el nene se encuentra con un amiguito que le dice:
—¿Adónde vas?
—Voy hasta acá a la esquina, mi papá me mandó a ver si estaba ahí. ¡Es tan bobo mi papá! ¿Cómo me va a mandar a ver si está en la esquina?
Y el amiguito le dice:
—Claro, ¡podría haber hablado por teléfono!

Asertividad
Después del darse cuenta de uno mismo, para mí el recurso más importante es la capacidad de defender el lugar que ocupo y la persona que soy, la fuerza que me permite no dejar de ser el que soy para complacer a otros. Me refiero a la capacidad que tiene cada uno de nosotros para afirmarse en sus decisiones, tener criterio propio y cuidar sus espacios de invasores y depredadores. En psicología se llama asertiva a aquella persona que, en una reunión, cuando todos están de acuerdo en una cosa, puede decir, siendo sincero y sin enojarse: “Yo no estoy de acuerdo”.
No estoy hablando de ser terco, estoy hablando de mostrar y defender mis ideas. Estoy hablando también, por extensión, de la capacidad para poner límites, de la valoración de la intuición y de la validez de la propia percepción de las cosas. Estoy hablando de no vivir temblando ante la fantasía de ser rechazado por aquellos con los cuales no acuerdo. Estoy hablan-do, finalmente, del coraje de ser quien soy.

Emociones
Para hablar de sentimientos vamos a tener que ponernos de acuerdo sobre su significación. Como su nombre lo indica, una emoción (emoción) es un impulso a la acción. Cada respuesta afectiva es la antesala de la movilización de energía que necesito para ponerme en movimiento. Por eso los afectos son parte de los recursos internos, cuento con ellos para destrabarme.
¿Cuáles son estos recursos afectivos?
Todo aquello que soy capaz de sentir, todo, las llamadas buenas y las llamadas malas emociones, lo positivo y lo negativo (?), desde el amor hasta el odio, desde el rechazo hasta el deseo. Entran allí las escalas de valores, la voluntad, la atracción, la tristeza, los miedos, la culpa y, por supuesto, el propio amor del que hablamos.

Cuando yo estudiaba la Biblia con el rabino Mordejai Ederi, él solía llamarnos la atención sobre algunas aparentes contradicciones en el texto sagrado, esto es, pasajes en los cuales se decía una cosa y pasajes que más adelante parecían decir (o literalmente decían) otra distinta. Mordejai siempre aludía a que estas contra-dicciones estaban hechas a propósito para poder mostrar algo. Recuerdo que él citaba un pasaje bíblico que dice: “Sólo se puede amar aquello que se conoce” y otro que establece: “Sólo se puede conocer aquello que se ama” (y lo peor de todo es que ambos suenan lógicos y consistentes). La pregunta que Mordejai nos instaba a hacernos era obvia: ¿Cómo es, primero se conoce y después se ama o primero se ama y después se conoce?
Aprendimos de su mano que esta contradicción quizás esté allí para indicar que ambas cosas suceden al mismo tiempo, porque uno conoce y ama al mismo tiempo, y cuanto más conoce más ama y cuanto más ama más puede conocer. Dicho de otra manera, no puedo amar algo que no conozco y no puedo conocer algo que no amo.
El amor es en sí mismo un camino que habrá que recorrer de principio a fin, pero por ahora tan sólo quiero establecer la necesidad de saber que necesito de mi capacidad afectiva para darme cuenta del universo en el que vivo. ¿Cómo podría tener ganas de tomarme el trabajo y correr los riesgos de salir a conocer el mundo si no me sintiera capaz de amarlo?
Ya dijimos que un recurso es una herramienta interna que nos permite retomar el camino.
El amor es entonces una herramienta privilegiada para conectarme con el deseo de seguir el curso.
Las emociones se sienten más allá de que a uno le guste o no sentirlas, más allá de que quiera sentirlas con más o menos fuerza, más allá de la propia decisión. Sin embargo, si bien no puedo ser dueño de mis sentimientos, sí puedo ser dueño de lo que hago con mis sentimientos, adueñarme de ellos, y ese adueñarme responsablemente de lo que siento quizás sea la verdadera herramienta.

Aceptación
Si uno va al diccionario, conformar quiere decir adaptarse a una nueva forma y también adoptar una cosa la forma de otra. Digo yo, entonces, que conformarse debe tener para nosotros también dos significados: uno fuerte y constructivo y otro oscuro y destructivo. La manera positiva del conformarse se llama aceptación y la manera negativa se llama resignación. Yo puedo conformarme aceptando las cosas como son, o puedo conformarme resignándome a que las cosas sean como son.
Cuando yo acepto, digo:
“Esto es así, cómo hago para seguir adelante con esta realidad”.
En cambio, cuando me resigno, lo que hago es apretar los dientes y decir: “¡ Es así y me la tengo que bancar!”
Esta diferencia se basa en que el conformismo de la aceptación implica la serenidad de la ausencia de urgencias para el cambio, mientras que el conformismo de la resignación implica forzarse a quedarse anclado en la bronca, diciendo que me banco lo que sucede cuando en realidad sólo estoy agazapado esperando la situación y las condiciones para saltar sobre el hecho y cambiarlo, o postergando la demostración de mi enojo.
Hay quienes creen que, en realidad, hay que con-formarse de cualquier manera, aceptando o resignándose, y hay quienes creen —como yo— que la aceptación es un camino deseable y la resignación no lo es.
Seguramente, hay cosas en la vida de cada uno, cosas que pasaron, que no podrían ser aceptadas jamás, y en esos casos sólo queda resignarse. Si alguien ha pasado por esos dolores inconmensurables como podría ser la muerte de un ser muy querido, ¿cómo podría, de verdad, aceptarse algo así? En este caso, como en un primer momento lo único que queda es resignarse, el conformismo de la resignación aparece como la única salida. Cuando lleguemos a El camino de las lágrimas será la hora de volver sobre este punto.

Podríamos quedarnos hablando sobre los recursos infinitamente; baste por ahora esta pequeña nómina de las herramientas que encontré en mi cuartito y en el de todos los que conocí:

Recursos Internos

Autoconciencia
Capacidad de darse cuenta
Asertividad
Habilidades personales
Capacidad afectiva
Inteligencia
Principios morales
Fuerza de voluntad
Coraje
Seducción
Habilidad manual
Histrionismo
Carisma
Mirada estética
Tenacidad
Capacidad de aprender
Creatividad
Percepción
Experiencia
Intuición
Planteo ético
Aceptación

Estas herramientas son nada más que unas pocas de las que están, te aseguro, guardadas en el cuarto que quizás nunca viste del fondo de tu casa. No importa que no las uses todos los días; no las saques, no renuncies a ellas, ni siquiera dejes de practicar con cada una de vez en cuando; ellas tienen que estar allí, quizás las necesites mañana.

Cada uno va a usar estas herramientas para lo que quiera.
Las buenas herramientas no garantizan que el fin para el cual puedan ser utilizadas sea bueno.
Como sucede con todas las herramientas, no sólo hay que saber usarlas, sino que será necesario dirigir su uso. Esto es, uno puede utilizar los mismos recursos para cosas maravillosas o para cosas terribles. Si tengo un martillo, un serrucho, clavos, tornillos, maderas y metales, yo puedo utilizarlos para construir una casa o para fabricar una horca.
El objetivo es personal; la herramienta da la posibilidad, pero la intencionalidad de quien la usa es lo que vale.



jorge bucay

martes, 8 de diciembre de 2009

el comienzo




En su libro El hombre en busca del sentido, el doctor Viktor Frankl —quien sobrevivió a los campos de concentración nazis— nos dice que si bien sus captores controlaban todos los aspectos de la vida de los reclusos, incluyendo si habrían de vivir, morir de inanición, ser torturados o enviados a los hornos crematorios, había algo que los nazis no podían controlar: cómo reaccionaba el recluso a todo esto. Frankl dice que de esta reacción dependía en gran medida la misma supervivencia.
Las personas son idénticamente diferentes; es decir, todas tienen dificultades y facilidades, pero la correspondencia es dispar: lo que para algunos es sencillísimo para otros es sumamente difícil y viceversa. Habrá quienes toquen el piano mejor y aprendan más rápido y otros que lo hagan peor aun que yo, pero todos seguramente, con algunas instrucciones y disciplina, podemos llegar a tocar el piano mejor de lo que lo hacemos ahora. Exactamente lo mismo sucede en el caso de la felicidad:
Todos, seguramente, podemos entrenarnos para ser más felices.
No encuentro una relación forzosa entre las circunstancias de la vida de la gente y su nivel de felicidad. Si las circunstancias externas determinaran per-se la felicidad, se trataría de un tema sencillo y no de un tema complejo; es decir, bastaría conocer las circunstancias externas de una persona para saber si es feliz.
Podríamos jugar a predecir la felicidad de acuerdo con dos sencillas evaluaciones:
Si a la persona le pasan cosas buenas >- Es Feliz.
Si a la persona le pasan cosas malas >- Es Infeliz.
De donde se podría llegar a la conclusión de que ser feliz es un tema de distribución azarosa. Una deducción falsa e infantil o, peor todavía, diseñada para esquivar responsabilidades.
La búsqueda de la felicidad no sólo es un objetivo exclusivamente humano, sino que además es uno de nuestros rasgos distintivos.
Todos los hombres y mujeres del planeta deseamos ser felices, trabajamos para ello y tenemos derecho a conseguirlo.

Quizá más aún, estamos obligados a ir en pos de esa búsqueda.


jorge bucay

viernes, 4 de diciembre de 2009

adelante el sendero se abre en abanico



A los que amo y me aman
sin dependencia.
A los que no temen que los caminos nos separen
porque saben de los rencuentros.
A los que quieren ser felices...
a pesar de todo.

Adelante el sendero se abre en abanico.
Por lo menos cinco rumbos diferentes se me ofrecen.
Ninguno pretende ser el elegido, sólo están allí.
Un anciano está sentado sobre una piedra, en la encrucijada.
Me animo a preguntar:
-¿En qué dirección, anciano?
-Depende de lo que busques —me contesta sin moverse.
-Quiero ser feliz —le digo.
-Cualquiera de estos caminos te puede llevar en esa dirección.
Me sorprendo:
-Entonces... ¿da lo mismo?
-No.
-Tú dijiste...
-No. Yo no dije que cualquiera te llevaría; dije que cualquiera puede ser el que te lleve.
-No entiendo.
-Te llevará el que elijas, si eliges correctamente.
-¿Y cuál es el camino correcto?
El anciano se queda en silencio.
Comprendo que no hay respuesta a mi pregunta.
Decido cambiarla por otras:
-¿Cómo podré elegir con sabiduría? ¿Qué debo hacer para no equivocarme?
Esta vez el anciano contesta:
-No preguntes... No preguntes.
Allí están los caminos.

Sé que es una decisión importante. No puedo equivocarme...
El cochero me habla al oído, propone el sendero de la derecha.
Los caballos parecen querer tomar el escarpado camino de la izquierda.
El carruaje tiende a deslizarse en pendiente, recto, hacia el frente.
Y yo, el pasajero, creo que sería mejor tomar el pequeño caminito elevado del costado.
Todos somos uno y, sin embargo, estamos en problemas.
Un instante después veo cómo, muy despacio, por primera vez con tanta claridad, el
cochero, el carruaje y los caballos se funden en mí.
También el anciano deja de ser y se suma, se agregan los caminos recorridos hasta aquí
y cada una de las personas que conocí.
No soy nada de eso, pero lo incluyo todo.
Soy yo el que ahora, completo, debe decidir el camino.
Me siento en el lugar que ocupaba el anciano y me tomo un tiempo, simplemente el
tiempo que necesito para tomar esa decisión.
Sin urgencias. No quiero adivinar, quiero elegir.
Llueve.
Me doy cuenta de que no me gusta cuando llueve.
Tampoco me gustaría que no lloviera nunca.
Parece que quiero que llueva solamente cuando tengo ganas.
Y, sin embargo, no estoy muy seguro de querer verdaderamente eso.

Creo que sólo asisto a mi fastidio, como si no fuera mío, como si yo no tuviera nada que
ver.
De hecho no tengo nada que ver con la lluvia.
Pero es mío el fastidio, es mía la no aceptación, soy yo el que está molesto.
¿Es por mojarme?
No.
Estoy molesto porque me molesta la lluvia.
Llueve...
¿Debería apurarme?
No,
Más adelante también llueve.
Qué importa si las gotas me mojan un poco, importa el camino.
No importa llegar, importa el camino.
En realidad nada importa, sólo el camino.


jorge bucay

viernes, 13 de noviembre de 2009

la alegoría del carruaje



Un día de octubre, una voz familiar en el teléfono me dice:
—Salí a la calle que hay un regalo para vos.
Entusiasmado, salgo a la vereda y me encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo justo frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante, muy “chic”. Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie más.
Entonces miro por la ventana y veo “el paisaje”: de un lado el frente de mi casa, del otro el frente de la casa de mi vecino... y digo: “¡Qué bárbaro este regalo! Qué bien, qué lindo...” Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación.
Al rato empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo.
Me pregunto: “¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?” Y empiezo a convencerme de que el regalo que me hicieron no sirve para nada.
De eso me ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome:
—¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo?
Yo pongo cara de qué-le-falta mientras miro las alfombras y los tapizados.
—Le faltan los caballos —me dice antes que llegue a preguntarle.
Por eso veo siempre lo mismo —pienso—, por eso me parece aburrido...
—Cierto —digo yo.
Entonces voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje. Me subo otra vez y desde adentro grito:
—¡¡Eaaaaa!!
El paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me sorprende.
Sin embargo, al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el comienzo de una rajadura en uno de los laterales.
Son los caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos.
Me doy cuenta que yo no tengo ningún control de na-da; los caballos me arrastran a donde ellos quieren.
Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final siento que es muy peligroso.
Comienzo a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve.
En ese momento, veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto:
—¡Qué me hizo!
Me grita:
—¡Te falta el cochero!
—¡Ah! —digo yo.
Con gran dificultad y con su ayuda, sofreno los caballos y decido contratar a un cochero. A los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de poco humor y mucho conocimiento.
Me parece que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me hicieron.
Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero adónde quiero ir.
Él conduce, él controla la situación, él decide la velocidad adecuada y elige la mejor ruta.
Yo... Yo disfruto del viaje





Esta pequeña alegoría debería servirnos para entender el concepto holístico del ser.
Hemos nacido, salido de nuestra “casa” y nos hemos encontrado con un regalo: nuestro cuerpo. Un carruaje diseñado especialmente para cada uno de nosotros. Un vehículo capaz de adaptarse a los cambios con el paso del tiempo, pero que será el mismo durante todo el viaje.
A poco de nacer, nuestro cuerpo registró un deseo, una necesidad, un requerimiento instintivo, y se movió. Este carruaje —el cuerpo— no serviría para nada si no tuviese caballos; ellos son los deseos, las necesidades, las pulsiones y los afectos.
Todo va bien durante un tiempo, pero en algún momento empezamos a darnos cuenta que estos deseos nos llevaban por caminos un poco arriesgados y a veces peligrosos, y entonces tenemos necesidad de sofrenarlos. Aquí es cuando aparece la figura del cochero: nuestra cabeza, nuestro intelecto, nuestra capacidad de pensar racionalmente. Ese cochero manejará nuestro mejor tránsito.
Hay que saber que cada uno de nosotros es por lo menos los tres personajes que intervienen allí.
Vos sos el carruaje, sos los caballos y sos el cochero durante todo el camino, que es tu propia vida.
La armonía deberás construirla con todas estas partes, cuidando de no dejar de ocuparte de ninguno de estos tres protagonistas.
Dejar que tu cuerpo sea llevado sólo por tus impulsos, tus afectos o tus pasiones puede ser y es sumamente peligroso. Es decir, necesitás de tu cabeza para ejercer cierto orden en tu vida.
El cochero sirve para evaluar el camino, la ruta. Pero quienes realmente tiran del carruaje son tus caballos. No permitas que el cochero los descuide. Tienen que ser alimentados y protegidos, porque... ¿qué harías sin los caballos? ¿Qué sería de vos si fueras solamente cuerpo y cerebro? Si no tuvieras ningún deseo, ¿cómo sería la vida? Sería como la de esa gente que va por el mundo sin contacto con sus emociones, dejando que solamente su cerebro empuje el carruaje.
Obviamente, tampoco podés descuidar el carruaje, porque tiene que durar todo el trayecto. Y esto implicará reparar, cuidar, afinar lo que sea necesario para su mantenimiento. Si nadie lo cuida, el carruaje se rompe, y si se rompe se acabó el viaje.
Recién cuando puedo incorporar esto, cuando sé que soy mi cuerpo, mi dolor de cabeza y mi sensación de apetito, que soy mis ganas y mis deseos y mis instintos; que soy además mis reflexiones y mi mente pensante y mis experiencias...

Recién en ese momento estoy en condiciones de empezar, equipado, este camino, que es el que hoy decido para mí.


jorge bucay

jueves, 12 de noviembre de 2009

hojas de ruta


Seguramente hay un rumbo
posiblemente
y de muchas maneras
personal y único.

Posiblemente haya un rumbo
seguramente
y de muchas maneras
el mismo para todos.

Hay un rumbo seguro
y de alguna manera posible.

De manera que habrá que encontrar ese rumbo y empezar a recorrerlo. Y posiblemente habrá que arrancar solo y sorprenderse al encontrar, más adelante en el camino, a todos los que seguramente van en la misma dirección.
Este rumbo último, solitario, personal y definitivo, sería bueno no olvidarlo, es nuestro puente hacia los demás, el único punto de conexión que nos une irremediablemente al mundo de lo que es.
Llamemos al destino final como cada uno quiera: felicidad, autorrealización, elevación, iluminación, darse cuenta, paz, éxito, cima, o simplemente final... lo mismo da. Todos sabemos que arribar con bien allí es nuestro desafío.
Habrá quienes se pierdan en el trayecto y se condenen a llegar un poco tarde y habrá también quienes encuentren un atajo y se transformen en expertos guías para los demás.
Algunos de estos guías me han enseñado que hay muchas formas de llegar, infinitos accesos, miles de maneras, decenas de rutas que nos llevan por el rumbo correcto. Caminos que transitaremos uno por uno.
Sin embargo, hay algunos caminos que forman parte de todas las rutas trazadas.
Caminos que no se pueden esquivar.
Caminos que habrá que recorrer si uno pretende seguir.
Caminos donde aprenderemos lo que es imprescindible saber para acceder al último tramo.

Para mí estos caminos inevitables son cuatro:

1.-El camino del encuentro definitivo con uno mismo, que yo llamo
El camino de la Autodependencia.

2.-El camino del encuentro con el otro, del amor y del sexo, que llamo
El camino del Encuentro.

3.-El camino de las pérdidas y de los duelos, que llamo
El camino de las Lágrimas.

4.-Y el camino de la completud y de la búsqueda del sentido, que llamo
El camino de la Felicidad.

A lo largo de mi propio viaje he vivido consultando los apuntes que otros dejaron de sus viajes y he usado parte de mi tiempo en trazar mis propios mapas del recorrido.
Mis mapas de estos cuatro caminos se constituyeron en estos años en hojas de ruta que me ayudaron a retomar el rumbo cada vez que me perdía.
Quizás estas Hojas de Ruta puedan servir a algunos de los que, como yo, suelen perder el rumbo, y quizás, también, a aquellos que sean capaces de encontrar atajos. De todas maneras, el mapa nunca es el territorio y habrá que ir corrigiendo el recorrido cada vez que nuestra propia experiencia encuentre un error del cartógrafo. Sólo así llegaremos a la cima.

Ojalá nos encontremos allí.
Querrá decir que ustedes han llegado.
Querrá decir que lo conseguí también yo.


jorge bucay