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jueves, 11 de marzo de 2010

la joya



Cuanto más nos adentrábamos en el desierto, más calor hacía. Y cuanto más calor hacia, más parecían desaparecer la vegetación y toda forma de vida. Caminábamos por un terreno básicamente de arena, con apenas unas cuantas matas de tallos altos, secos y muertos. No había nada a lo lejos, no se veían montañas ni árboles, nada. Era un día arenoso, de arena y hierbas arenosas.
Aquel día empezamos a transportar una lumbre. Se trataba de un palo de madera que se mantenía incandescente, agitándolo con suavidad. En el desierto, donde la vegetación es un bien tan preciado, se utiliza cualquier cosa que se encuentre para garantizar la supervivencia. La lumbre se utilizó para encender la hoguera del campamento por la noche, cuando empezaron a escasear las hierbas secas. También observé que los miembros de la tribu recogían los escasos excrementos que dejaban las criaturas del desierto, sobre todo los de dingo, que resultaron ser un potente combustible inodoro.
Me recordaron que todo el mundo tiene diversas aptitudes. Ellos se pasaban la vida explorándose a si mismos como personas que hacían música, curaban, cocinaban, contaban historias y se daban nuevos nombres con cada mejora personal. Yo empecé a contribuir en la exploración de mis aptitudes para la tribu, refiriéndome a mí misma burlonamente como Recolectora de Excrementos.
Aquel día una preciosa jovencita se acercó a la maleza y emergió como por arte de magia con una hermosa flor amarilla de largo tallo. Se ató el tallo alrededor del cuello de tal modo que la flor le colgara sobre el pecho como una joya valiosa. Los miembros de la tribu se reunieron en torno a ella y le dijeron que estaba preciosa, y que había hecho una maravillosa elección. Se pasó el día recibiendo cumplidos. Yo notaba que resplandecía porque se sentía especialmente guapa.
Mientras la contemplaba recordé un incidente acaecido en mi consultorio justo antes de abandonar Estados Unidos. Me visitó una paciente que sufría de un grave síndrome de estrés. Cuando le pregunté qué estaba ocurriendo en su vida, me contó que su compañía aseguradora había aumentado la prima por uno de sus collares de diamantes en ochocientos dólares. Alguien de Nueva York le había garantizado que podría hacerle un duplicado exacto del collar con piedras falsas. Iba a coger un avión, permanecería allí mientras se lo hicieran, y luego volvería para meter los diamantes en la cámara acorazada de un banco. Con esto no eliminaría la cuantiosa prima del seguro ni la necesidad de tenerlo, puesto que ni siquiera en la mejor cámara acorazada de un banco se puede garantizar una seguridad absoluta, pero la prima se reduciría considerablemente.
Recuerdo que le pregunté por un baile anual que debía celebrarse en breve. La mujer contestó que la imitación estaría lista para entonces y que pensaba llevarla.
Al final de nuestro día en el desierto, la muchacha de la tribu de los Auténticos depositó la flor en el suelo y la devolvió a la madre tierra. Había servido a su propósito. Estaba muy agradecida por ello y había conservado el recuerdo de toda la atención recibida durante el día. Era la confirmación de su atractivo personal, pero no se había apegado al objeto en si. La flor se marchitaría, moriría y volvería a convertirse en humus y a redclarse una vez mas.
Pensé en mi paciente. Luego miré a la joven aborigen. Su joya tenía un significado; la nuestra un valor monetario.
Pensé que realmente alguien en este mundo había equivocado el sistema de valores, pero no creía que fueran aquellos seres primitivos, en la tierra de Australia, llamada de Nunca Jamás.

lunes, 4 de enero de 2010

un calzado natural



Había recorrido una corta distancia cuando noté un dolor punzante en los pies. Miré hacia abajo y vi que me asomaban unas espinas. Me las arranqué, pero cada vez que daba un paso me clavaba más. Intenté avanzar saltando sobre un pie y extrayendo al mismo tiempo las lacerantes agujas del otro. A los miembros del grupo que se volvían para mirarme les debió parecer cómico. Sonrieron de oreja a oreja. Outa se detuvo para esperarme, y la expresión de su rostro parecía más comprensiva cuando dijo: «Olvídate del dolor. Sácate las espinas cuando acampemos. Aprende a resistir. Fija la atención en otra cosa. Después nos ocuparemos de tus pies. Ahora no puedes hacer nada.»

La frase «Fija la atención en otra cosa» fue la que tuvo un mayor significado para mi. He trabajado como médico con cientos de personas que sufrían, sobre todo en los últimos quince años en que me he especializado en acupuntura. En situaciones terminales, a menudo el paciente debe decidir entre tomar una droga que le deje inconsciente o someterse a la acupuntura. En mi programa educativo a domicilio he utilizado esas mismas palabras. Esperaba que mis pacientes fueran capaces de hacerlo y ahora alguien esperaba lo mismo de mi. Del dicho al hecho hay un gran trecho, pero lo conseguí.
Al cabo de un rato nos detuvimos para descansar un momento y descubrí que la mayoría de las puntas se habían partido. Los cortes sangraban y las agujas se me habían metido debajo de la piel. Caminábamos sobre spinifex. Es lo que los botánicos llaman hierba de playa, que se aferra a la arena y sobrevive donde hay poca agua gracias a sus hojas afiladas como cuchillos. La palabra «hierba» es muy engañosa porque esa planta no se parece a ninguna hierba que yo conozca, no sólo porque sus hojas cortan sino porque además las agujas que sobresalen de ella son como espinas de cactos. Al penetrar en mis pies me dejaron la piel irritada, roja, hinchada y escocida. Por suerte soy una mujer aficionada al aire libre, que disfruta tomando el sol moderadamente y que a menudo camina descalza, pero las plantas de mis pies no estaban en absoluto preparadas para el trato que les aguardaba. El dolor no cesaba y me brotó sangre de todos los tonos, desde el rojo brillante hasta el marrón oscuro, a pesar de que yo trataba de no pensar en ello. Al mirarme los pies ya no distinguía la laca descascarillada de las uñas, del rojo de la sangre. Finalmente se me quedaron insensibles.

Caminábamos en completo silencio. Parecía muy extraño que nadie dijera nada. La arena estaba caliente, aunque no quemaba. El sol era cálido, pero no insoportable. De tanto en tanto el mundo parecía apiadarse de mí y me proporcionaba una breve brisa de aire fresco. Cuando miraba más allá del grupo, no distinguía una línea claramente definida entre el cielo y la tierra. En todas direcciones se repetía la misma escena, como una acuarela, en la que el cielo se mezclaba con la arena. Mi mente científica quería mitigar el vacío con unos límites. Una formación de nubes a miles de metros por encima de nuestras cabezas hacía que un solitario árbol en el horizonte pareciera una «í» con su punto. Tan sólo oía el crujido de los pies sobre la tierra, como si unas tiras de Velcro se unieran y se separaran repetidamente. De vez en cuando alguna criatura del desierto rompía la monotonía al moverse en un arbusto cercano. Un gran halcón pardo apareció de la nada y sobrevoló encima de mí cabeza en círculos. Sentí que en cierto modo vigilaba mi avance. No se acercó a ninguno de los otros, pero yo tenía un aspecto tan diferente al de los demás que pensé que tal vez necesitaba inspeccionarme más de cerca.
Sin previo aviso, la columna dejó de caminar hacia el frente y se desvió. Me cogieron por sorpresa; no se había dado ninguna instrucción de variar el rumbo. Todo el mundo pareció darse cuenta menos yo. Pensé que tal vez ellos se supieran el camino de memoria, pero era evidente que no seguíamos ningún camino en la arena con spinifex. Caminábamos sin rumbo por el desierto.
Mi cabeza era un torbellino de pensamientos. En el silencio me resultaba fácil observar mis pensamientos huyendo de un tema a otro. ¿Estaba ocurriendo todo aquello realmente? Quizá fuera un sueño. Habían hablado de atravesar Australia. ¡Eso no era posible! ¡Caminar durante meses! Tampoco eso era razonable. Habían oído mi grito de auxilio. ¿Qué significaba eso? Era algo a lo que estaba destinada... Menuda broma. No es que la ilusión de mi vida fuera precisamente sufrir explorando el Outback. También me preocupaba la inquietud que mi desaparición provocaría en mis hijos, sobre todo en mi hija. Estábamos muy unidas. Pensé en mí casera, que era una matrona anciana y respetable. Si no pagaba el alquiler a tiempo, ella me ayudaría a arreglar las cosas con los dueños. Apenas una semana antes había alquilado un televisor y un aparato de video. ¡Bueno, volver a tomar posesión de todo aquello sería una experiencia única! En aquel momento no creía que estuviéramos fuera más de un día, como mucho. Después de todo, no había nada a la vista para comer o beber.
Me eché a reír. Era una broma mía, personal. ¿ Cuántas veces había dicho que quería ganar un viaje exótico con todos los gastos pagados? Ahí lo tenía, con provisiones incluidas. Ni siquiera tenía que llevarme el cepillo de dientes. No era lo que yo había pensado, desde luego, pero sí lo que había expresado más de una vez.

A medida que avanzaba el día tenía tantos cortes en las plantas y los lados de los pies que los cortes, la sangre coagulada y las hinchazones rojizas les daban el aspecto de unas extremidades feas, insensibles y teñidas. Mis piernas estaban rígidas, los hombros quemados me escocían, y tenía el rostro y los brazos en carne viva. Ese día caminamos durante unas tres horas. Los limites de mí resistencia se expandían una y otra vez. A veces creía que si no me sentaba enseguida me desplomaría. Entonces ocurría algo que atraía mi atención. Aparecía el halcón, lanzando sus extraños y horripilantes chillidos sobre mi cabeza, o alguien se ponía a andar a mi lado y me ofrecía un trago de agua de un recipiente de aspecto desconocido que no era de alfarería y que llevaba atado con una cuerda alrededor del cuello o la cintura. Milagrosamente la distracción siempre me proporcionaba alas, me daba nuevas fuerzas, un nuevo soplo de aire. Por fin llegó el momento de detenerse para pasar la noche.

Inmediatamente todos tuvieron algo en que ocuparse. Encendieron un fuego sin usar cerillas, con un método que recordé haber visto en el Manual del desierto para exploradoras. Yo nunca había intentado hacer fuego dando vueltas a un palito en un agujero. Nuestros monitores no lo habían conseguido nunca. Apenas lograban producir el calor necesario para encender una llama diminuta, y al soplar sobre ella sólo se conseguía apagarla. En cambio aquella gente era muy experta. Algunos recogieron leña, y otros plantas. Dos hombres habían compartido una carga durante toda la tarde. Llevaban un trapo descolorido atado a dos largas lanzas, a modo de bolsa. Su contenido abultaba mientras caminaban, como si se tratara de enormes bolas. Lo depositaron en el suelo y sacaron varias cosas.

Una mujer muy anciana se acercó a mi. Parecía tan vieja como mi abuela, que pasaba ya de los noventa. Sus cabellos tenían la blancura de la nieve. Unas suaves arrugas llenaban su rostro de pliegues. Su cuerpo era esbelto, fuerte y flexible, pero tenía los pies tan secos y duros que parecían pezuñas. Era la mujer que había visto antes con la cinta de complicados dibujos, para el pelo, y los adornos en los tobillos. La anciana se quitó una pequeña bolsa de piel de serpiente que llevaba atada a la cintura y vertió algo que parecía vaselina descolorida en la palma de su mano. Me enteré de que era un ungüento de aceite de hojas. Señaló mis pies y yo asentí a su oferta de ayuda. La mujer se sentó frente a mí, puso mis pies en su regazo, me frotó el ungúento en las llagas hinchadas y entonó una canción. Era una melodía tranquilizadora, casi como una nana. Le pregunté a Outa cuál era su significado.
«Le está pidiendo perdón a tus pies —me contestó—. Les dice que los aprecias mucho. Les dice que todo el mundo en el grupo aprecia tus pies, y les pide que se pongan buenos y fuertes. Hace sonidos especiales para curar heridas y cortes. También emite sonidos que extraen los fluidos de la hinchazón. Pide que tus pies se vuelvan fuertes y duros.»

No fueron imaginaciones mías. Realmente noté que la quemazón, el escozor y el dolor de las llagas empezaban a aplacarse, y sentí un alivio progresivo. Mientras permanecía sentada con los pies en aquel regazo maternal, mi mente desafió la realidad de aquella experiencia. ¿Cómo había ocurrido? ¿Dónde había comenzado?


marlo morgan

martes, 15 de diciembre de 2009

hoy no es precisamente un buen día para que me marche



Una mujer joven se acercó a mí con una bandeja llena de piedras. Probablemente era un trozo de cartón más que una bandeja, pero había un montón de piedras tan alto que no podía ver el recipiente. Outa me miró muy serio y dijo: «Elige una. Elígela con acierto. Tiene el poder de salvarte la vida.»
Al punto noté que se me ponía la carne de gallina, a pesar de que tenía calor y sudaba. Mis tripas reaccionaron con sonidos característicos. Los músculos contraídos de mi estómago indicaban: «¿Qué significa eso? ¡Poder para salvarme la vida!»
Miré las piedras. Todas parecían iguales. En ninguna vi nada de particular. Sencillamente eran guijarros de color gris rojizo y del tamaño aproximado de una moneda de cinco centavos o de un cuarto de dólar. Deseé que alguna brillara o pareciera especial. No tuve suerte. Así que fingí: las miré como si realmente las estuviera estudiando, y luego elegí una de encima y la levanté con aire triunfal. En los rostros que me rodeaban se dibujaron sonrisas radiantes de aprobación, y yo me alegré mentalmente: «¡He escogido la piedra correcta!»

Pero ¿qué iba a hacer con ella? No podía dejarla caer y herir los sentimientos de aquella gente. Después de todo, aquella piedra no significaba nada para mí, aunque a ellos les pareciera importante. No tenía bolsillos donde guardarla, así que me la metí por el escote del atuendo que llevaba en ese momento, el único lugar en que se me ocurrió ponerla. Pronto me olvidé de la piedra puesta a buen recaudo en el bolsillo de la naturaleza.
Después de esto apagaron el fuego, desmontaron los instrumentos, recogieron sus escasas pertenencias y salieron al desierto. Sus torsos morenos, casi desnudos, brillaban bajo el fuerte sol mientras se colocaban en fila para el viaje. Al parecer la reunión había concluido.., sin almuerzo y sin premio. Outa fue el último en salir, pero también él echó a andar. Tras recorrer unos metros, se volvió y dijo:
—Ven. Nos vamos.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—De walkabout.
—¿Adónde?
—Al interior de Australia.
—¡Fantástico! ¿Cuánto durará eso?
—Aproximadamente tres cambios completos de la Luna.
—¿Te refieres a caminar durante tres meses?
—Sí, tres meses más o menos.
Suspiré profundamente. Luego anuncié a Outa, que permanecía inmóvil en la distancia:
—Bueno, eso suena muy divertido, pero verás, no puedo ir. Hoy no es precisamente un buen día para que me marche. Tengo responsabilidades, obligaciones, un alquiler, facturas sin pagar. No he hecho los preparativos. Necesitaría tiempo para arreglar las cosas antes de salir de excursión o de acampada. Quizá tú no lo comprendas; yo no soy australiana, soy americana. No puedo ir a un país extranjero y desaparecer. Tus funcionarios de inmigración se alarmarían y mi gobierno enviaría helicópteros a buscarme. Quizás en otra ocasión pueda acompañaros, si lo sé con suficiente antelación, pero hoy no. Hoy no me puedo ir con vosotros. Hoy no es un buen día, sencillamente.
Outa sonrío.
—Todo está en orden. Todo el mundo sabrá lo que necesite saber. Mi gente oyó tu grito de auxilio. Si alguien de la tribu hubiera votado en tu contra, no harían este viaje. Te han puesto a prueba y te han aceptado. Es un honor excepcional que no puedo explicar. Debes vivir la experiencia. Es muy importante que lo hagas en esta vida. Es para lo que has nacido. La Divina Unidad ha intervenido; es tu mensaje. No puedo decirte más.
-Ven. Síguenos. —Dio media vuelta y se alejó caminando.
Yo me quedé allí parada, mirando el desierto australiano. Era vasto y desolado, aunque hermoso y, como las pilas Energizer, parecía durar y durar y durar. El jeep seguía allí, con la llave puesta en el contacto. Pero ¿por dónde habíamos venido? No había visto carretera alguna durante horas, tan sólo giros y más giros. No tenía zapatos, ni agua, ni comida. La temperatura del desierto en aquella época del año oscilaba entre los 38 y los 55 grados centígrados. Me alegraba de que hubieran votado aceptarme pero, ¿y mi voto? Tenía la impresión de que la decisión no dependía de mí.
No quería ir. Me pedían que pusiera mi vida en sus manos. Acababa de conocer a aquella gente con la que ni siquiera podía hablar. ¿Y si perdía mi trabajo? Ya era bastante precario; no tenía la menor seguridad de que algún día cobrara una pensión. ¡Era una locura! ¡Por supuesto que no podía irme!
Pensé: «Seguro que hay dos partes. Primero juegan aquí, en este cobertizo, y luego salen al desierto y juegan un poco más. No irán muy lejos; no tienen comida. Lo peor que podría ocurrirme es que quisieran que pasara la noche ahí fuera. Pero no, simplemente con mirarme ya se habrán dado cuenta de que no tengo madera de campista. ¡Soy una mujer de ciudad, de las que toma baños espumosos! Pero —proseguí— puedo hacerlo si es necesario. Me mostraré tajante puesto que ya he pagado una noche en el hotel. Les diré que debo regresar mañana antes de la hora en que he de dejar la habitación. No voy a pagar un día más sólo por complacer a esta gente estúpida y analfabeta.»
Contemplé al grupo, que seguía caminando y que cada vez parecía más pequeño. No tuve tiempo de usar mi método Libra de sopesar pros y contras. Cuanto más tiempo permanecía allí pensando en qué hacer, más se alejaban ellos de mi vista. Las palabras exactas que pronuncié están grabadas en mi memoria con tanta claridad como si fueran una hermosa incrustación en lustrosa madera. «De acuerdo, Dios. ¡Sé que tienes un peculiar sentido del humor pero esta vez de verdad que no te entiendo!»
Con unos sentimientos que oscilaban rápidamente entre el miedo, el asombro, la incredulidad y la parálisis total, eché a andar en pos de la tribu de aborígenes que se llaman a sí mismos los Auténticos.
No estaba atada ni amordazada, pero me sentía prisionera. Me parecía ser la víctima de una marcha forzada hacia lo desconocido.


las voces del desierto, marlo morgan