martes, 15 de diciembre de 2009
hoy no es precisamente un buen día para que me marche
Una mujer joven se acercó a mí con una bandeja llena de piedras. Probablemente era un trozo de cartón más que una bandeja, pero había un montón de piedras tan alto que no podía ver el recipiente. Outa me miró muy serio y dijo: «Elige una. Elígela con acierto. Tiene el poder de salvarte la vida.»
Al punto noté que se me ponía la carne de gallina, a pesar de que tenía calor y sudaba. Mis tripas reaccionaron con sonidos característicos. Los músculos contraídos de mi estómago indicaban: «¿Qué significa eso? ¡Poder para salvarme la vida!»
Miré las piedras. Todas parecían iguales. En ninguna vi nada de particular. Sencillamente eran guijarros de color gris rojizo y del tamaño aproximado de una moneda de cinco centavos o de un cuarto de dólar. Deseé que alguna brillara o pareciera especial. No tuve suerte. Así que fingí: las miré como si realmente las estuviera estudiando, y luego elegí una de encima y la levanté con aire triunfal. En los rostros que me rodeaban se dibujaron sonrisas radiantes de aprobación, y yo me alegré mentalmente: «¡He escogido la piedra correcta!»
Pero ¿qué iba a hacer con ella? No podía dejarla caer y herir los sentimientos de aquella gente. Después de todo, aquella piedra no significaba nada para mí, aunque a ellos les pareciera importante. No tenía bolsillos donde guardarla, así que me la metí por el escote del atuendo que llevaba en ese momento, el único lugar en que se me ocurrió ponerla. Pronto me olvidé de la piedra puesta a buen recaudo en el bolsillo de la naturaleza.
Después de esto apagaron el fuego, desmontaron los instrumentos, recogieron sus escasas pertenencias y salieron al desierto. Sus torsos morenos, casi desnudos, brillaban bajo el fuerte sol mientras se colocaban en fila para el viaje. Al parecer la reunión había concluido.., sin almuerzo y sin premio. Outa fue el último en salir, pero también él echó a andar. Tras recorrer unos metros, se volvió y dijo:
—Ven. Nos vamos.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—De walkabout.
—¿Adónde?
—Al interior de Australia.
—¡Fantástico! ¿Cuánto durará eso?
—Aproximadamente tres cambios completos de la Luna.
—¿Te refieres a caminar durante tres meses?
—Sí, tres meses más o menos.
Suspiré profundamente. Luego anuncié a Outa, que permanecía inmóvil en la distancia:
—Bueno, eso suena muy divertido, pero verás, no puedo ir. Hoy no es precisamente un buen día para que me marche. Tengo responsabilidades, obligaciones, un alquiler, facturas sin pagar. No he hecho los preparativos. Necesitaría tiempo para arreglar las cosas antes de salir de excursión o de acampada. Quizá tú no lo comprendas; yo no soy australiana, soy americana. No puedo ir a un país extranjero y desaparecer. Tus funcionarios de inmigración se alarmarían y mi gobierno enviaría helicópteros a buscarme. Quizás en otra ocasión pueda acompañaros, si lo sé con suficiente antelación, pero hoy no. Hoy no me puedo ir con vosotros. Hoy no es un buen día, sencillamente.
Outa sonrío.
—Todo está en orden. Todo el mundo sabrá lo que necesite saber. Mi gente oyó tu grito de auxilio. Si alguien de la tribu hubiera votado en tu contra, no harían este viaje. Te han puesto a prueba y te han aceptado. Es un honor excepcional que no puedo explicar. Debes vivir la experiencia. Es muy importante que lo hagas en esta vida. Es para lo que has nacido. La Divina Unidad ha intervenido; es tu mensaje. No puedo decirte más.
-Ven. Síguenos. —Dio media vuelta y se alejó caminando.
Yo me quedé allí parada, mirando el desierto australiano. Era vasto y desolado, aunque hermoso y, como las pilas Energizer, parecía durar y durar y durar. El jeep seguía allí, con la llave puesta en el contacto. Pero ¿por dónde habíamos venido? No había visto carretera alguna durante horas, tan sólo giros y más giros. No tenía zapatos, ni agua, ni comida. La temperatura del desierto en aquella época del año oscilaba entre los 38 y los 55 grados centígrados. Me alegraba de que hubieran votado aceptarme pero, ¿y mi voto? Tenía la impresión de que la decisión no dependía de mí.
No quería ir. Me pedían que pusiera mi vida en sus manos. Acababa de conocer a aquella gente con la que ni siquiera podía hablar. ¿Y si perdía mi trabajo? Ya era bastante precario; no tenía la menor seguridad de que algún día cobrara una pensión. ¡Era una locura! ¡Por supuesto que no podía irme!
Pensé: «Seguro que hay dos partes. Primero juegan aquí, en este cobertizo, y luego salen al desierto y juegan un poco más. No irán muy lejos; no tienen comida. Lo peor que podría ocurrirme es que quisieran que pasara la noche ahí fuera. Pero no, simplemente con mirarme ya se habrán dado cuenta de que no tengo madera de campista. ¡Soy una mujer de ciudad, de las que toma baños espumosos! Pero —proseguí— puedo hacerlo si es necesario. Me mostraré tajante puesto que ya he pagado una noche en el hotel. Les diré que debo regresar mañana antes de la hora en que he de dejar la habitación. No voy a pagar un día más sólo por complacer a esta gente estúpida y analfabeta.»
Contemplé al grupo, que seguía caminando y que cada vez parecía más pequeño. No tuve tiempo de usar mi método Libra de sopesar pros y contras. Cuanto más tiempo permanecía allí pensando en qué hacer, más se alejaban ellos de mi vista. Las palabras exactas que pronuncié están grabadas en mi memoria con tanta claridad como si fueran una hermosa incrustación en lustrosa madera. «De acuerdo, Dios. ¡Sé que tienes un peculiar sentido del humor pero esta vez de verdad que no te entiendo!»
Con unos sentimientos que oscilaban rápidamente entre el miedo, el asombro, la incredulidad y la parálisis total, eché a andar en pos de la tribu de aborígenes que se llaman a sí mismos los Auténticos.
No estaba atada ni amordazada, pero me sentía prisionera. Me parecía ser la víctima de una marcha forzada hacia lo desconocido.
las voces del desierto, marlo morgan