miércoles, 11 de noviembre de 2009
cuando se aleja la muerte, la vida no regresa... hay que ir a buscarla
"Se dirigió entonces hacia ellos, con la cabeza baja, para hacerles ver
que estaba dispuesto a morir. Y entonces vio su reflejo en el agua:
el patito feo se había transformado en un soberbio cisne blanco... "
Hans Christian Andersen (1805-1875)
El patito feo
Nací a la edad de 25 años, con mi primera canción.
¿Y antes?
Me debatía.
Il nefaut jamáis revenir
Au temps caché des souvenirs...
Ceux de l'enfance vous déchirent.
(Jamás hay que regresar
Al oculto tiempo del recordar...
La memoria de la infancia te ha de desgarrar. )
El instante fatal en el que todo cambia corta nuestra historia en dos pedazos.
¿Y antes?
Tuve que callarme para sobrevivir. Porque ya hace tiempo que estoy muerta, perdí la vida en otra época, pero me he librado; la prueba es que soy cantante.
¿Librado? Así que hay una prisión, un lugar cerrado del que puede uno evadirse.
¿La muerte no es un sitio sin salida?
Cuando uno está muerto y surge el oculto tiempo de los recuerdos
Genet tiene siete años. La seguridad social lo ha entregado en custodia a dos campesinos de la región de Morvan: «Yo morí siendo un niño. Llevo en mí el vértigo de lo irremediable... El vértigo del antes y el después, de la alegría y la recaída, de una vida que apuesta a una sola carta... ».
Un simple acontecimiento puede provocar la muerte, basta con muy poco. Pero cuando se regresa a la vida, cuando se nace una segunda vez y surge el oculto tiempo del recordar, entonces el instante fatal se vuelve sagrado. La muerte jamás es una muerte ordinaria. Abandonamos lo profano cuando nos codeamos con los dioses, y al regresar con los vivos, la historia se transforma en mito. Primero morimos: «Terminé por admitir que me había muerto a la edad de nueve años... Y el hecho de aceptar la contemplación de mi asesinato equivalía a convertirme en un cadáver». Después, «cuando para mi completo asombro, la vida comenzó a alentar de nuevo en mí, me quedé muy intrigada por el divorcio entre la melancolía de mis libros y mi capacidad para la dicha».
La salida que nos permite revivir, ¿sería entonces un paso, una lenta metamorfosis, un prolongado cambio de identidad? Cuando uno ha estado muerto y ve que la vida regresa, deja de saber quién es. Es preciso descubrirse y ponerse a prueba para probarse que uno tiene derecho a la vida.
Cuando los niños se apagan porque ya no tienen a nadie a quien querer, cuando un significativo azar les permite encontrar a una persona -basta con una- capaz de hacer que la vida regrese a ellos, no saben ya cómo dejar que su alma se reconforte. Entonces se manifiestan unos comportamientos sorprendentes: corren riesgos exagerados, inventan escenarios para sus ordalías, como si deseasen que la vida les juzgase y lograr de este modo su perdón.
Un día, el niño Michel consiguió escapar del sótano al que le arrojaba su padre tras darle una paliza. Al salir al exterior, le extrañó no sentir nada. Se daba perfecta cuenta de que el buen tiempo hacía que la gente sonriese, pero en lugar de compartir su dicha, se sentía extrañado por su propia indiferencia. Una vendedora de frutas fue la encargada de reconfortar al niño. Le ofreció una manzana y, sin que llegase siquiera a pedírselo, le permitió jugar con su perro. El animal se mostró de acuerdo y Michel, en cuclillas bajo las cajas de frutas, inició una afectuosa riña. Tras unos cuantos minutos de gran deleite, el muchacho sintió una mezcla de felicidad y crispación ansiosa. Los coches corrían por la calzada. El niño decidió rozarlos como roza el torero los cuernos del toro. La frutera le lanzó mil denuestos y le quiso corregir llenándole la cabeza con unas explicaciones tan racionales que en nada se correspondían con lo que sentía el niño.
«Conseguí superarlo», dicen con asombro las personas que han conocido la resiliencia, cuando tras una herida, logran aprender a vivir de nuevo. Sin embargo, este paso de la oscuridad a la luz, esta evasión del sótano o este abandono de la tumba, son cuestiones que exigen aprender a vivir de nuevo una vida distinta.
El hecho de abandonar los campos no significó la libertad. Cuando se aleja la muerte, la vida no regresa. Hay que ir a buscarla, aprender a caminar de nuevo, aprender a respirar, a vivir en sociedad. Uno de los primeros signos de la recuperación de la dignidad fue el hecho de compartir la comida. Había tan poca en los campos que los supervivientes devoraban a escondidas todo lo que podían encontrar. Cuando los guardianes de la mazmorra huyeron, los muertos en vida dieron unos cuantos pasos en el exterior, algunos tuvieron que deslizarse bajo las alambradas porque no se atrevían a salir por la puerta y después, una vez constatada la libertad por haber palpado el exterior, volvieron al campo y compartieron unos cuantos mendrugos para demostrarse a sí mismos que se disponían a recuperar su condición de hombres.
El fin de los malos tratos no representa el fin del problema. Encontrar una familia de acogida cuando se ha perdido la propia no es más que el comienzo del asunto: «Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto?». El hecho de que el patito feo encuentre a una familia de cisnes no lo soluciona todo. La herida ha quedado escrita en su historia personal, grabada en su memoria, como si el patito feo pensase: «Hay que golpear dos veces para conseguir un trauma». El primer golpe, el primero que se encaja en la vida real, provoca el dolor de la herida o el desgarro de la carencia. Y el segundo, sufrido esta vez en la representación de lo real, da paso al sufrimiento de haberse visto humillado, abandonado. «Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto? ¿Lamentarme cada día, tratar de vengarme o aprender a vivir otra vida, la vida de los cisnes?
los patitos feos, boris cyrulnik