miércoles, 7 de octubre de 2009

inanna desciende al inframundo II




Cuando Inanna partió para el inframundo, su leal amiga Ninshubur la acompañó hasta la primera puerta y recibió sus instrucciones. Tenía que esperar allí hasta que Inanna regresara y si no lo hacía en los siguientes tres días con sus noches, su supervivencia dependería de ella. Ninshubur, la tercera mujer que aparece en la historia del descenso, se presenta como la fiel servidora de Inanna, su escudera competente y digna de confianza, a un tiempo guerrera y general, mensajera y consejera.

Transcurridos tres días y tres noches, y como Inanna no regresaba, porque ahora yacía colgada de un gancho en el inframundo y se había convertido en un amasijo de carne en descomposición, la leal Ninshubur siguió sus instrucciones meticulosamente.
Para que todos se enteraran, elevó quejumbrosas endechas, tocó el tambor en las asambleas y fue a pedir ayuda a los dioses primigenios. Se posternó ante cada unode ellos , diciendo: “No dejes que tu hija Inanna perezca en el inframundo”.
Los dos primeros dioses a los que acudió no quisieron que los apuros de Inanna les turbaran y reaccionaron airados ante la sola petición de ayuda.
El tercer dios se sintió afligido y confuso, quiso escuchar lo que le había ocurrido a Inanna y actuó de inmediato, de un modo curioso. Se limpió la parte inferior de la uñas y extrajo mugre y las virutas o lo que allí hubiera y modeló dos pequeñas criaturas. Carecían de sexo y podían volar y atravesar, inadvertidas, las siete puertas, colándose por diminutas grietas; eran demasiado pequeñas como para ser descubiertas, acaso del tamaño de moscas. El dios entregó a una de ellas unas gotas de néctar de la vida; a la otra le dio unas migajas de ambrosía. Les advirtió que encontrarían a Ereshkigal lamentando su dolor, “gritando como una mujer dando a luz”, desnuda, con los pechos descubiertos y el cabello enmarañado y que debían responder compasivamente a esos lamentos.
Cada vez que Ereshkigal aullaba de dolor: “¡Ay, mis entrañas!”, las criaturas aullaban: “¡Ay, tus entrañas!”. Cada vez que gritaba: “¡Ay, mi piel!”, ellas repondían “¡Ay, tu piel!”. Cuando vociferó: “¡Ay, mi espalda! ¡Ay, mi vientre! ¡Ay, mi corazón! ¡Ay, mi pecho!”, ellas replicaron aullando, gimiendo y suspirando con una extraordinaria virulencia y al hacerlo presenciaron y compartieron su dolor, hasta que por último éste se desvaneció y partir de ese momento Ereshkigal dejó de ser la diosa iracunda y lúgubre cuya sola visión ocasionaba la muerte. Por el contrario, ahora se mostró agradecida y generosa.
Los agasajó con magníficos presentes; ante cada uno ellos respondían: “No es esto lo que deseamos”, hasta que ella se rindió y dijo: “Entonces, decidme ¿qué es lo que queréis?”. Replicaron que se llevarían “el cadáver que cuelga de un gancho en el muro”.
La agradecida Ereshkigal les entregó el cadáver en descomposición que había sido Inanna.
Uno de los emisarios vertió las gotas de agua de la vida en sus labios muertos; el otro le hizo ingerir las migajas de ambrosía. Así Inanna se levantó de entre los muertos, dispuesta a abandonar el Hades y regresar al empíreo.

Sin embargo, tal como le dijeron los jueces del Hades: “Nadie regresa del inframundo sin estigmas”.

Al volver a la vida, la resucitada Inanna ascendió al mundo superior lastrada por los demonios que se adhirieron a ella, prestos a saltar y reclamar a quien señalara para volver con ellos y ocupar su lugar en el inframundo.
La primera persona con la que se encontraron fue la fiel Ninshubur, vestida de arpillera. Los demonios dijeron: “Vamos, Inanna, nos llevaremos a Ninshubur en tu lugar”. Inanna replicó: “¡No, Ninshubur es mi firme aliada!”. En primer lugar describió su sabiduría y sus virtudes marciales. Luego enumeró cuanto había hecho por ayudarla y por último espetó a los demonios: “He vuelto a la vida gracias a ella. Jamás os entregaré a Ninshubur”.
A continuación, Inanna y los demonios encontraroa sus hijos Shara y Lulal. Ambos vestían de arpillera y estaban de luto por su madre. Los demonios se dispusieron a llevarse ora a uno, ora al otro. Inanna les explicó quiénes eran y que no renunciaría a ellos. Por último, llegaron a su ciudad y allí encontraron a su marido, Dumazi, vistiendo magníficos atavíos y sentado en el trono ( desde luego, no estaba de luto por su esposa).

Inanna clavó en Dumazi la mirada de la muerte.
Pronunció en su contra la palabra de la ira.
Profirió contra él el grito de la culpa: ¡Lleváoslo!¡Llevaos a Dumazi!