domingo, 20 de diciembre de 2009
un auxilio inocente
Para parecer formal basta con callarse. Pero cuando se tienen 16 años, la más mínima charla es un apareamiento verbal y uno se muere de ganas de hablar.
No recuerdo su nombre. Creo que respondía al apellido de Rouland. No hablaba nunca, pero no se callaba de cualquier manera. hay quien permanece en silencio para esconderse, quien baja la cabeza y esquiva las miradas para aislarse de los demás. Él por su actitud de bello melancólico, traslucía lo siguiente: "Os observo, me interesáis, pero me callo para no descubrirme".
Rouland me cautivaba porque corría con rapidez. Era importante para el equipo de rugby de infantiles del instituto Jacques-Decour. Era frecuente que dominásemos por nuestra fuerza física, pero nos ganaban porque nos faltaba un extremo rápido. Por eso me hice amigo suyo. En nuestras conversaciones yo era quien debía ocuparme de todo: de las preguntas, de las respuestas, de las iniciativas y de las decisiones relacionadas con el entrenamiento. Un día, tras un largo silencio, me dijo de pronto: " Mi madre te invita a merendar".
En lo alto de la calle Victor-Massé, cerca de Pigalle, hay un callejón sin salida, donde se vive como en un pueblo. Tiene grandes adoquines, puestos de frutas y de verduras y un charcutero. En el segundo piso hay un apartamento pequeño y agradable. Allí estábamos: Rouland, en silencio sobre un canapé, y yo atiborrado de bombones, de pasteles, frutas confitadas servidas en platitos dorados. ¿Me esforzaba demasiado en dar la impresión de no comprender cómo se ganaba la vida su madre en la calle Victor-Massé o en los cafés de Pigalle?
Cincuenta años más tarde, hace unos meses, recibo una llamada de telefónica. "Rouland al teléfono. Estoy de paso cerca de tu casa, ¿quieres que nos veamos un par de minutos?" Era delgado, elegante, bastante atractivo y hablaba notablemente más: "Estudié en la Escuela de Comercio, es algo que nunca me ha interesado demasiado, pero prefería la compañía de los libros a la de unos compañeros que me aburrían y de unas chicas que me asustaban. Quería decirte que tú cambiaste mi vida."
Yo pensé: " ¡Vaya!"
Y él añadió: "Te agradezco que hicieras como que no comprendías que mi madre trabajaba en esa profesión." No se atrevió a pronunciar la palabra. "Era la primera vez que veía que alguien se mostraba atento con ella...Durante años reviví las imágenes de aquella escena, te volvía a ver haciéndote el ingenuo, con una amabilidad algo excesiva; pero era la primera vez que alguien respetaba a mi madre. Ese día recuperé la esperanza. Quería decírtelo."
A pesar de sus progresos, Rouland seguía siendo aburrido. No nos hemos vuelto a ver, pero este reencuentro me planteó una pregunta. En mi mundo, lo que me proponía era simplemente reclutarlo para el equipo de rugby como extremo de la línea de tres cuartos. No tenía ningún motivo para despreciar a aquella amable señora que vestía de forma extraña. Pero en su mundo, esta historia había provocado una feliz transformación. Rouland descubría que podía dejar de sentir vergüenza. Al verse observado por una tercera persona, el tormento que le causaba la profesión de su madre dejaba aflorar un apaciguamiento.
El trabajo psicológico estaba aún por hacer, pero él empezaba a creer que podía realizarlo, porque acababa de comprender que es posible modificar un sentimiento. Mi mala comedia había puesto en escena un significado importante para él. Mi incómoda amabilidad le había dado un poco de esperanza.
El sentido que atribuíamos a un mismo escenario de comportamiento era diferente en nuestros respectivos casos. No era en el acto donde había que buscar la diferencia, sino en nuestras historias privadas: pequeña intriga para mí, conmoción afectiva para él. Cincuenta años más tarde, me enteraba asombrado de que había actuado como tutor de resiliencia para Rouland.
Creyó en la luz porque estaba en la oscuridad. Yo, que vivía a plena luz, no había sabido ver nada. Yo percibía una realidad que para mí no tenía demasiado sentido: una señora me ofrecía demasiados bombones, se estaba bien en su agradable piso, me preguntaba cómo lograba respirar con su faja, apretada para abombar sus senos. Prisionero del presente, yo me hallaba fascinado, mientras que Rouland, por su parte, vivía un instante fundacional.
el amor que nos cura, boris cyrulnik