jueves, 4 de febrero de 2010
castillo de naipes
En Tocopilla, pequeño puerto chileno sumido entre el gélido océano Pacífico y las planicies montañosas del desierto de Tarapacá, la zona más seca del mundo, donde no ha llovido durante siglos, tuve a los 7 años mi primer contacto con los naipes... A causa del extremo calor, los comerciantes cerraban sus negocios desde mediodía hasta las cinco de la tarde. Jaime, mi padre, bajaba la cortina de acero de su Casa Ukrania -donde vendía ropa interior de mujer y artículos domésticos- y se iba a jugar al billar donde "el loco Abraham", un judío lituano, viudo, varado allí en circunstancias misteriosas. En ese hangar donde no entraban mujeres, los mercaderes rivales, alrededor de una mesa verde, decretaban la paz y afirmaban su virilidad haciendo carambolas. Según la filosofía de Jaime, a los 7 años un niño ya tenía el cerebro formado y se le debía tratar como a un adulto. El día de mi séptimo aniversario me permitió acompañarlo a jugar el billar. No me impresionó el atronador ruido de las bolas chocando, ni sus estelas blancas y rojas cruzando el paño aceitunado, lo que atrapó mi atención y me fascinó fue el castillo de naipes. El loco Abraham tenía la manía de construir, con mazos de cartas, grandes castillos. Dejaba ese conjunto, siempre diferente, extenso, alto, en el mesón del bar, lejos de las corrientes de aire, haciéndolo durar hasta que él mismo, borracho, lo deshacía a golpes para, de inmediato, ponerse a construir otro. Jaime, socarrón, me empujó hacia el "chiflado" ordenándome que le preguntara por qué hacía aquello. Él, con una sonrisa triste, le respondió a un niño lo que no quería decir a los adultos:
"Imito a Dios, muchachito. Aquel que nos crea, nos destruye y con nuestros restos, reconstruye."
alejandro jodorowsky