martes, 1 de junio de 2010

mito mongol de la creación del mundo





Apareció un perro salvaje que era azul y gris,
cuyo destino era impuesto por el cielo.
Su mujer era una corza.



El perro salvaje con su valor, su fuerza, la corza con su dulzura, su intuición y su elegancia. El cazador y la presa se encuentran, y se aman. Conforme a las leyes de la naturaleza, uno debería destruir al otro, pero en el amor no hay ni bien ni mal, no hay construcción ni destrucción, hay movimientos. Y el amor cambia las leyes de la naturaleza.
El perro salvaje es un animal femenino. Sensible, capaz de cazar porque ha desarrollado su instinto, pero al mismo tiempo, tímido. No usa la fuerza bruta, usa la estrategia. Valiente y cauteloso, rápido. En un segundo cambia de un estado de relajación total a la tensión de saltar sobre su objetivo.
La corza tiene los atributos masculinos: velocidad, conocimiento de la tierra. Ambos viajan en sus mundos simbólicos, dos imposibilidades que se encuentran, y superando sus naturalezas y sus barreras hacen que el mundo también sea posible. Así es el mito mongol: de las naturalezas diferentes, nace el amor. En la contradicción, el amor gana fuerza. En la confrontación y en la transformación, el amor se preserva.
En el mito mongol de la creación del mundo, corza y perro salvaje se encuentran. Dos seres de naturaleza diferente: en la naturaleza, el perro salvaje mata a la corza para comer. En el mito mongol, ambos entienden que uno precisa de las cualidades del otro para sobrevivir en un ambiente hostil y deben unirse.
Para ello, antes tienen que aprender a amar. Y para amar, tienen que dejar de ser lo que son o jamás podrán convivir. Al pasar el tiempo, el perro salvaje empieza a aceptar que su instinto, siempre concentrado con la lucha por la supervivencia, ahora sirve a un propósito mayor: encontrar a alguien con quien reconstruir el mundo.